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El tiempo

¿Cómo se mide el tiempo? ¿Por la memoria de cada uno? ¿Por los recuerdos?

¿Tienen su propio tiempo los recuerdos y se organizan en un calendario aleatorio? ¿Perduran y se entrecruzan a su antojo?

Lo mío es el no-tiempo. El tiempo que pasa y no pasa. El ciclo, la espiral y el momento. Recuerdos de un pasado que toca a la puerta o está por venir. No es tiempo, es vida y experiencia. Sustancia.

El cuerpo, al ser un organismo vivo, tiene un ciclo o un destino, una misión. Y en su ser, en su naturaleza, cambia. Se transforma según las etapas. Y eso no es el paso del tiempo. Eso es la trasformación del cuerpo. La naturaleza del material orgánico que el cuerpo es. No podemos medir el tiempo así. No son la misma cosa. El tiempo formal es el del reloj, el del mundo moderno, arbitrario como un capricho.

La vida está hecha de momentos, aprendizajes, reminiscencias, retazos de savia. Y ellos vienen y van, pero jamás desaparecen. Existen suspendidos en una dimensión inaprehensible y yo, con mi alma y mi energía, surco esos espacios y cambio la percepción de mis experiencias, según lo acontecido en ese instante. Bien dicen que el pasado es impredecible… También puedo ver la vida y sentirla hoy, ayer, hace mil vidas, en la infancia, en el presente, en el futuro imaginado. Ahí llego, vuelo, floto y hago lo que necesito hacer. Siento el tiempo, vivo el tiempo. Sin ser tiempo. Sin apegarme a él.

¿Ya leíste mi relato acerca de un árbol que titulé “Mi ciprés”? Lo escribí en 2021. Es el último texto de mi libro, "El trazo de los días". Un tributo a la naturaleza de la cual me enamoré al llegar a San Francisco. Un tributo a la unión conmigo misma y con Ricardo, y un homenaje también a la conexión a distancia con mi familia. Lo escribí en lo que me animaba a abrazar al ciprés. Para dejar constancia del abrigo que nos procuró durante la pandemia y de cómo los sanfranciscanos bailaban celebrando alrededor de él la salud y la vida en tiempos difíciles.


Mientras borroneaba las páginas de mi cuaderno cerraba los ojos y escuchaba junto al árbol música de timbales, veía a tres chicas con sus atuendos festivos como el día en que fui al parque. En realidad, el grupo de muchachas era pequeño, pero en mi memoria quedó grabada una multitud con una energía enorme, la vida danzando alrededor de mi ciprés.

Hace unos días hallé una fotografía de mi ciprés, tomada en 2010. Ahí estaba yo, frente a la cámara, con el robusto tronco a mis espaldas, sus rodillas nudosas y sus hojas como agujas de un verde pálido. Rodeado de gente y de vida. Era el momento exacto que reproduje en el relato. Rememoré lo que estaba sintiendo con la pandemia de covid y lo que había experimentado once años atrás cuando llegué a estudiar a San Francisco. El tiempo se hizo uno entre los recuerdos y la piel pardo rojiza de mi árbol. Un mosaico tridimensional como lo es el vasto espacio cósmico al interactuar con el tiempo como una cuarta dimensión.

En esa extensión infinita experimento lo que siento y esa emoción se convierte en un recuerdo que mi mente revive una y otra vez, empujada por la corriente como un hipocampo que no se cansa de nadar.

Todo ayer, todo hoy, todo lo por venir, accesible para mí, flotando en el espacio de la vida, que solo existe porque cada día decido vivirla. Hacer de ella un rincón acogedor, crear nuevos espacios para navegar y recuperar viejos momentos anidados en el almacén de los recuerdos.





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