Llegué y me senté a su lado.
Ella recostó su cabeza en mi brazo y soltó su soledad.
Así fue el día que visité a mi niña del interior.
Me llevó Fabiana, mi terapeuta, con quien, entre otras terapias, hacemos una llamada IFS (Internal Family Systems). Ese día trabajamos el porqué de mi inseguridad y miedo a la vergüenza. Resulta que, cuando me siento buena amiga, buena esposa, buena mamá, buena escritora, buena diseñadora, buena persona… aparece una voz que me dice:
“Cuidado, no te la creas, te vas a desilusionar.”
Guiada por Fabi, viajé hasta el día en el clóset de mi mamá, cuando ella y mi hermana leían una carta que escribí para el día de las madres. Se reían de mi ortografía y caligrafía: “Wow, si es que no se entiende nada! Es ilegible.” Entonces, me vi triste y sola, paralizada en la puerta. Sentí nuevamente la critica y comprendí a la voz que me advertía:
“No te la creas, te van a invalidar y te vas a sentir sola.”
La carta para mi mamá pretendía solamente decirle: “Hola, feliz día, te quiero.” Eso era todo. Pero mi habilidad caligráfica fue más fuerte que mis expresiones de amor y el mensaje no trascendió el papel.
Desde entonces mis habilidades motoras se volvieron la vara con la que medía mi capacidad, y terminaron invalidando mi gusto por expresarme libremente. Se volvió importante el “craft”, la habilidad de dibujar letras y de diseñar bien, de ser perfecta para luego expresarme. Pero, cuando visité a mi niña interior, quien yacía a los pies de su mamá en el clóset, segura de tener la peor caligrafía y ortografía del mundo, y convencida de no creérsela, me senté a su lado y le dije:
“Gracias por persistir con tu don, reconocer tu pasión y ponerlo en práctica. Gracias por escribir la carta, gracias por darle vida a tu amor por la expresión escrita. Ahora escribimos diarios, tenemos un blog y ya publicamos nuestro primer libro. Antes eras solo una niña no había nada malo en tu letra. Puedes creértela, puedes estar feliz con tu carta”.
Entonces ella dejó de llorar, y me invito al jardín. Nos sentamos en la grama y ella recostó su cabeza en mi brazo. En el silencio me decía:
“Ya no me siento sola, me siento bien, me gusta tu compañía, me alegra saber que hemos escrito libros y que ahora nuestra letra se entiende bien, que tenemos la computadora y así todos nos pueden leer. Ya no me siento sola. Ahora ve, créetelo, yo no te voy a detener.”
¡Me mandó de regreso, segura de sentirse bien!
Fue difícil reconocer que en mi niñez me sentía sola en mi amor por la escritura, pensando que mi pasión no era más que garabatos ilegibles en el papel. Estaba estancada entre la soledad de no ser reconocida y la dureza de la perfección.
Cuando me siento valorada, algo en mí florece. Me siento libre, ligera, como si pudiera flotar. En esos momentos, me expando, me siento capaz de todo, invencible, abierta a las infinitas posibilidades que el mundo tiene para ofrecerme. Pero cuando me siento criticada, mi cuerpo se cierra. Me encojo, me paralizo, mis energías se congelan, y mi capacidad de actuar desaparece.
¡Tal es la fuerza de la crítica!
Después del viaje a mi niña interior me propuse valorar más, tanto a mí misma como a aquellos a mi alrededor. Como madre, no deseo imponer la crítica sobre mis hijos, sino que quiero que se sientan libres de ser ellos mismos y creérsela, sin miedo al juicio. Quiero que crezcan bajo el amor que expande y lejos de la crítica que minimiza.
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